miércoles, 15 de marzo de 2017

La Revista.

Aun siendo privado, secreto, casi vergonzoso, era un rito de madurez.

Yo me imagino que cuando comenzaron los primeros registros escritos en tablillas de arcilla, alguien debió quejarse diciendo que estábamos condenando nuestra memoria a la obsolescencia. “Si lo escribimos todo, ya nunca habrá necesidad de recordar nada y terminaremos por olvidar como usar nuestra memoria” seguramente este “alguien” no vivía de registrar cabras para el rey.

La misma queja se escuchó porque el teatro haría obsoletas las historias orales.

Y que el cine mataría al teatro.

Y que la música grabada mataría a la música en vivo.

Y que los formatos digitales matarían a los objetos físicos.

Y seguro en el futuro alguien se quejará de que el vivir simulaciones neuronales hará obsoleto tener nuestras propias experiencias. O algo así.

Lo que quiero decir es que llevamos siglos quejándonos de los adelantos modernos sin el menor atisbo de razón. Sin embargo, del mismo modo que ya no tenemos necesidad de cazar para alimentarnos, o que ya no estamos obligados a morir por una infección menor que ahora curamos con antibióticos, hay algunas cosas que se fueron para siempre, a menos, claro, que nos las arreglemos para traer el tan publicitado apocalipsis zombi o alguna otra catástrofe que nos reste quinientos años de civilización.

No estoy diciendo que sea malo: no tener que esperar una hora y fecha específica por un capítulo de mi serie favorita –como los salvajes- bien vale el precio de no tener ni idea de cómo obtener fuego de un pedernal y unas ramas secas –como los salvajes.

Sin embargo, admito que a veces siento una profunda nostalgia por cosas que la humanidad está perdiendo tan rápido como las nuevas tecnologías lo permiten.

Los jóvenes de hoy en día no tendrán que padecer lo que muchos pasamos en los ochentas y noventas. No tendrán que sentarse nerviosos junto al teléfono a marcarle a esa chica de ojos de estrellas y sonrisa de sol (a esa edad somos así de cursis, no lo nieguen) para colgar apresuradamente cuando el que contesta es su muy celoso padre.

Tampoco tendrán que esperar por horas a que toquen una canción ansiada en el radio para grabarla en un caset con diurex (si no conocen la relación entre estos dos objetos, pregunten a sus padres). Ahora la música está al alcance de nuestros teléfonos. Ni siquiera es necesario bajarla;  se escucha en streaming porque es algo que va a estar siempre ahí. El entretenimiento hoy en  día es inmediato, está disponible y es prácticamente gratis (si no saben cómo ver películas gratis, pregunten a sus hijos).

No extraño sentarme por horas a esperar grabar una canción con todo y locutor, tampoco pienso que era mejor llamarla por teléfono fijo en lugar de mejor pedirle fotos calientes por WhatsApp, pero, lo que sí creo que no debiera perderse bajo la avalancha de facilidades modernas, es algo de una naturaleza muy distinta y por razones no tan obvias:

Era 1991. Yo tenía apenas quince. Cursaba la vocacional y era un timorato. Al regresar a casa después de la escuela, pasaba por un puesto de periódicos  donde cada mes, sin falta, compraba la Club Nintendo. La señora (cuyo nombre jamás supe) ya me conocía y tenía la atención de reservarme alguna revista española de juegos que le caía de vez en vez. En una de esas veces, fue que la vi.

No recuerdo el nombre de la revista; no era importante. Lo que me hizo voltear a verla fue que en la portada había una chica de ojos negros, cabello corto, mejillas redondas y labios amplios. En otras palabras, una versión mucho menos pudorosa (y –espero- mayor de edad) de Ivette, una estudiante del taller de Construcción en el salón junto al mío y mi primer crush.

Un vestido vaporoso, rojo, apenas cubría el cuerpo de “Ivette” lo suficiente para permitirle exhibirse en un puesto de revistas dentro de una bolsa transparente en lugar de una bolsa negra, pero con suficiente piel para que no quedara duda del tipo de revista del que se trataba. El costo, con plumón sobre la bolsa, ponía a mi alcance los secretos que la verdadera Ivette jamás mostraría tan animadamente.

Pero, de todo ello, lo que más recuerdo era su sonrisa. No era una sonrisa linda, ni pura, aunque tampoco tenía yo suficiente experiencia para saber el significado. Para mí, tenía un significado sólo entre nosotros. Era complicidad. Una promesa de cielo a cambio de sólo unos pesos… y el valor de ofrecerlos a la señora del puesto.

Tan cerca y tan lejos.

Hice una nota mental de la revista. Quizá la vería en otro puesto. Uno menos… comprometido. Uno donde podría permitirme la vergüenza de comprarla porque yo no sería un cliente conocido. Quizá un lugar lejano donde jamás me volverían a ver.

Más allá de la pena de pedir “esa” revista en particular, el dolor social de verme juzgado por la señora del puesto o incluso el miedo de que algún familiar me viera en tan inicua transacción, tenía un miedo mayor, primigenio, elemental: mi madre iba a la lechería justo enfrente del puesto. En mi mente, la señora no sólo me juzgaría. Me entregaría a las autoridades correspondientes, es decir, le diría a mi madre el tan grave pecado de intención que su hijo había cometido (sólo intención, porque, por supuesto, no me vendería la revista).

Ya en casa leí con desgano mi Club Nintendo. Algo acerca de una sociedad con Sony para desarrollar una unidad de CD, creo. Mi atención seguía prendada de esta “nueva y mejorada Ivette”.  El modo en que cubría con una mano su pecho izquierdo -mientras que en el derecho el vestido ocultaba casualmente el epicentro de mis suspiros- me hablaba del Ying del recato y el Yang del descaro. Tenía que hacerlo, tenía que luchar por ella, aunque me aterraban las consecuencias potenciales.

Mi primera aproximación fue poner atención en otros puestos de revistas. Al principio cerca de mi casa (aunque no demasiado), después expandiendo el radio algunas colonias, e incluso en mis continuos viajes a República del Salvador en el centro. Tras un par de semanas sin resultados, acepté lo obvio: el precio bajo, escrito en plumón en una bolsa transparente indicaba una revista atrasada. No había modo de conseguirla si no era con la señora.

Por supuesto, habiendo pasado el punto de decisión, pude haberme conformado con cualquiera de los cientos de revistas similares comprada con completa discreción en cualquier puesto en el centro, pero, por supuesto también, yo no quería a cualquier rubia de pechos operados clonada de Pammela Anderson. Yo quería a Ivette.

Conseguir imágenes de mujeres desnudas actualmente es más fácil que difícil. Basta con quitarle el Safe Search a Google. Hagan una búsqueda de cualquier término por inocente que parezca y verán que en la primera pantalla habrá al menos mujeres semi desnudas; llegué a esa conclusión el día que buscaba wallpapers de engranes. Gracias a opciones como la navegación incógnita, el fácil acceso a internet inalámbrico y que la computadora portátil es mucho más popular que la de escritorio, esta búsqueda hipotética puede realizarse en la sala de nuestra casa hipotética, prácticamente frente a nuestros padres hipotéticos. Si es el caso, tengan la precaución de evitar las superficies reflejantes a sus espaldas… caso no tan hipotético.

Ivette siguió tentándome por casi un mes, cada día, después de clases, pasaba sólo para cerciorarme que no había caído en las manos menos comprometidas. Esa sensación de desear a alguien, saberla al alcance de un valor que no llega y en peligro latente de ser raptada por manos que no la merecen, debe ser la materia prima de al menos una canción de José Alfredo Jiménez amén de la razón de mi mal humor reciente.

Pensando justo en lo cansado de tener que esperar por Ivette, caí en cuenta de que la respuesta estuvo siempre frente a mí: el puesto de revistas abría todos los días, pero era imposible que la señora trabajara todos los días. Forzosamente algún día tenía que descansar y –posiblemente- alguien con mejor inclinación a mi causa habría de cuidar el puesto; si ya había confirmado que la señora estaba siempre de lunes a viernes, debía descansar el fin de semana. Inventando cualquier pretexto, tomé mi mochila, mi bicicleta y salí tan rápido como pude. Siendo domingo, las posibilidades de estar con Ivette ese mismo día pasaron de 0% a 50%. Esto, claro, siempre que no me atropellaran camino al puesto de revistas como pasaría en cualquier historia moralígena de las que abundaban en la época.

Mi oportunidad había llegado. En lugar de la señora había un “chavo” de unos veinte o algo así. Palpé mi bolsa, llevaba el dinero. Decidí que el modo menos conspicuo (palabra aprendida en La Pantera Rosa) sería comprar una revista inocente además de la de Ivette, pasar ambas revistas (la de Ivette abajo), adoptar aire de hombre de mundo y decir con completa tranquilidad “cóbrese” mientras miraba con apariencia desinteresada en cualquier otra dirección.

Decidí también que estaba a salvo. No había modo de que el chavo me entregara a la Inquisición Materna. Debía entender, era como yo, sólo unos años mayor. Seguramente comprendía mi causa y –admito ahora- necesidad emocional. Cuando detuve mi bicicleta supe que no había vuelta atrás. El momento ansiado estaba sólo detrás de una transacción comercial de dinero por sueños. Miré a Ivette. Sus ojos entrecerrados me animaron desde el cristal. Me sentí Carlos a punto de tocar la puerta de su ansiada Mariana. Repasé mi plan una vez más, un momento de valor final y podría llevarla a mi casa.

Sentí mi corazón acelerando, tuve plena consciencia la torpeza de mi pié al atorarse en la bicicleta. Adiós al hombre de mundo. No importaba, aún era una misión posible.

¿Me da esa?” dije señalándola. ¡¿Quién me dijo que dijera eso?! Mi plan acababa de irse a la basura. No importaba; aún podía salir airoso de la prueba que mi Dulcinea exigía.

¿Cuál? ¿Esta?” dijo el chavo, señalando una rubia plástica. “no, la de al lado” dije con un hilo de voz. “¿Esta?” dijo señalando ahora a una morena de ojo verde y vestido negro brillante (látex, sabría yo después). “no, la del vestido rojo” dije con el último reducto de saliva mientras mi corazón bailaba zamba de carnaval. El chavo, quien en mi imaginación tenía un bigote de villano de cine mudo, retorcíalo mientras se reía de mi predicamento.

En realidad, desinteresada y anticlimáticamente me tendía la revista mientras me mencionaba el magro precio. Le pagué, me dio mi cambio (si, tuve el valor de esperar a que me diera mi cambio, pues ahora era yo todo un hombre), monté la bicicleta y emprendí el camino a casa con una enorme sonrisa y una satisfacción que por primera vez sentía. Era la primera vez que actuaba mal sabiendo que mis padres no aprobarían. Era la primera vez que hice algo realmente a escondidas, era mi primera aproximación a un mundo nuevo y misterioso (porque en las películas de la televisión cortaban toda imagen inapropiada, no como ahora con sus Game of Thrones y sus Sense Eights).

Al mirar esos recuerdos me veo inocente, tal cuál era. Recuerdo claramente el tambor de mi pecho que se reflejaba en mis sienes, el miedo y el sudor de mis manos, el modo en que la voz me abandonó y mi bloqueo cuando mi plan se cayó en una coladera. Pero también recuerdo la euforia de haberme salido con la mía tras un mes de esperar mientras conducía la bicicleta de vuelta a casa con Ivette en mi mochila. Esa sensación me acompañaría en mis mejores logros a lo largo de mi vida. Una euforia que de pronto te hace sonreír y, desde lo profundo de ti, quieres cantar.

Si lo reducimos al hecho concreto, era un joven comprando una revista para adultos, pero, si lo miramos a través del joven timorato y espantado que era, en realidad fue el momento en que dejé de ser un niño y comencé a convertirme en hombre. Esa es una de las cosas por las que los jóvenes de hoy en día no tendrán que pasar.
  

Estoy seguro de ellos que tendrán sus propias pruebas que tendrán el significado equivalente. Su juventud será tan rica como la nuestra, aunque tan diferente que llegaremos dudar que tenga sentido, justo del modo que les pasó a nuestros padres, o a los suyos, o al primer  protohumano que se bajó del árbol. Pero, en mi mente, ese momento aterrador, la recompensa y la sensación de triunfo, el abrir esa nueva puerta a un ático lleno de maravillas, es algo no sólo sin precio, sino también un punto de referencia en mi vida.

Por supuesto, llegué a casa con Ivette. Obviamente busqué el primer rato a solas en el cuartucho de lámina donde solíamos estudiar mi hermano y yo para, con calma y casi ritualmente, “conocer” a mi propia Ivette.


Siéntanse en libertad de leer este texto mientras escuchan Niño Déjese ahí de El Personal. Y, si no saben quién es El Personal o no han escuchado esa canción, ustedes que pueden, gocen de la modernidad y búsquenlo en Youtube.

domingo, 5 de febrero de 2017

Ding! (Edición 2017)

Una vez limpiadas las telarañas y los seis centímetros de polvo en este blog, me propongo escribir.

En realidad sólo tuve que acordarme de la contraseña.

Ojalá mi casa se limpiara igual.

Bueno, no habiendo tocado este blog desde el 2014 (jodido año en lo que a mí correspondió) y atrapados entre el 2016 y el 2017, me permito continuar con este rito olvidado.

Este año tengo mucho que agradecer: 

  • Ver crecer a Luna, Leonardo, Gabriel y Alicia de algún modo mantienen mi fe en un futuro hipotético en el que no fregamos al planeta y no instauramos una política de sacrificios anuales para divertimento de los poderosos.
  • Tengo que agradecer que pasé este año completo desarrollando programas cada vez más interesantes. Sin duda, muchos niveles ganados en mi Skill: [Programming]. El que esos programas funcionen, ya es otro show.
  • No los aburriré con todo lo que nos tocó vivir, sólo diré que nada hubiera sido posible sin mi equipo de trabajo. Gracias, Abiam y Rogelio.
  • Pese a las distancias y cambios sociales, mi familia sigue conmigo. Desde lugares tan lejanos como Silao, o peor, Contreras, hemos encontrado el modo de no perdernos. Ni siquiera intentaré describir la importancia que tienen ustedes en mi vida; ustedes ya la saben. Gracias, Eva y Ricardo.
  • El ánimo que me envían continuamente desde Gdj es, en gran medida, lo que me ha permitido seguir ganando proyectos en mi trabajo. Muchas Gracias, Mayra y Luna.
  • Por todo el apoyo moral durante el año, gracias, Felipe.
  • Este año hubo buen rol y lo hubo tanto como las agendas lo permitieron. Mi banda sigue conmigo a pesar de todos los años que han pasado. Con grandes historias atrás y grandes proyectos adelante, un gran abrazo para la mesa completa. Gracias, Javier, Óscar, Ana, Gastón, Felipe, Jaime.
  • Aunque no lo sepan, mi hermano, mi cuñada y mi sobrino han sido mi cable a tierra más de una vez. Gracias, Japhet, Yadira y Leonardo.
  • Por todas las tardes de café que me han ahorrado un terapeuta, mil gracias, Ana.
  • Por todas las excusas que me han brindado para seguir blanqueando mi percudida alma, gracias, Pony y Caro.
  • Por los escasos, aunque profundos buenos momentos, gracias, Gastón, José Luis y Yazmin.
  • Por todo, gracias, José Reynaldo.
  • Finalmente: las relaciones humanas son complejas y confusas. No hay un manual actualizado confiable ni tampoco tutoriales bien editados y sin comerciales en Youtube. Algunas veces, sin embargo, caen sorpresas tan grandes que te dejan pensando por días el cómo agradecerlas. Al final, te das por vencido, aceptas que te dejaron sin palabras y  sólo dices "gracias". Así que: Maya, como decimos aquí, "Te volaste la barda". Gracias. 

Para este 2017 sólo tengo un deseo: si alguien salvó a finales del 2015 podría pasar el .save? creo que hablo por (casi) todos cuando digo que deberíamos regresar a ese punto en el tiempo y corregir todo lo que salió mal.


miércoles, 31 de diciembre de 2014

No me gustan las montañas rusas.

Como dije hace mucho tiempo, mi ilusión de niño era ser piloto militar. A los 11 años me subí por primera vez a una montaña rusa. Ese día supe que jamás sería piloto ni de boiler, así que me hice ingeniero en robótica (un paso obvio, como puede apreciarse).

Le tengo tal miedo a las aturas que mi control resbaló varias veces por el sudor de las manos en  Mirror's Edge (para los que no juegan, es un videojuego de parkour de una chica corriendo en las azoteas de rascacielos en una ciudad que parece Mérida, Yucatán, de tan blanca).

Hace unos años me obligué a mí mismo a subirme al Supermán en Six Flags. De ello saqué la experiencia de romper mis miedos, la inequívoca confirmación de que siguen sin gustarme las montañas rusas, y una fotografía que guardo para bajarle la depresión a la gente (en serio, si algún día tienen la necesidad de una buena carcajada, sólo pídanla).

Bueno, este año fue una gran montaña rusa. No en el lugar común de "altos y bajos"; mas bien como en "terminar con los pulmones vacíos de tanto gritar, con las manos acalambradas por al fuerza con la que te sujetaste a tu apoyo, y a nada de mojar los pantalones"

Nunca me he rajado ante un reto. Vivo de esa adrenalina (lo que no siempre es sabio), pero este año si exageró. Sin embargo las cosas van poco a poco encarrilándose. Las montañas rusas no son tan malas, sólo no las soporto, Preferiría algo igual de rápido, pero con menos altibajos.

Sería fabuloso si este año que comienza fuera mejor una pista de go-karts. La misma velocidad, pero con menos gritos y más alegría. 

Sip, ojalá este año nos veamos todos en la pista.

domingo, 18 de mayo de 2014

Sin dedicatoria.

Por un rato, siéntate y déjame contarte algo que hace mucho quería decirte.
Desde niño me gustaba imaginar que el rastro de las gotas en la ventanilla del autobús era la luz de las estrellas mientras viajábamos en el espacio. Era yo aún muy joven para saber que, de ir a tal velocidad, la luz tendería a un color plano por el efecto Doppler, in embargo, hoy sigo disfrutando mirar cómo las gotas dejan líneas oblicuas al rozar la ventanilla; las luces distantes pueden ser constelaciones lejanas que parecen estáticas por el efecto paralax. He crecido, pero sigo siendo un niño.
¿Sabes?, me has acompañado en todos mis viajes. En todos ellos. No debieras sorprenderte; un viaje siempre se disfruta más acompañado.
Me gusta platicar contigo mientras te imagino al lado Me conoces: cursy como soy, a veces me apeno yo mismo… aunque sé que te gusta oírme así.
Has estado en mis viajes, en el asiento de a lado. Has mirado la ventanilla con el mismo asombro que yo, con la misma curiosidad y con la misma sensación que da abrir un regalo.
Igual que los destinos de nuestros viajes, has cambiado de nombre y rostro continuamente; "te voy a cambiar el nombre" dice la canción, que, bien sabes, es el tema de uno de nuestros amigos. Tú lo hiciste a tu modo, cambiaste tu nombre y tu identidad, creaste una nueva hoja de personaje cuando hubiste de irte y después regresar como la chica de Diablo Guardián, que tanto has odiado y amado en secreto.
Conocí tu primer nombre cuando conocí tu piel. Bajaste conmigo de Amecameca. Tenías ya un nombre muy distinto cuando me prometí que cruzaríamos juntos los túneles de Guanajuato, tan crudos, tan de mina.
Después te fuiste, y regresaste con otro nombre y otro rostro para darme una razón para volver de mi peregrinar por el desierto. No lo sabes, pero gracias a ti regresé mucho antes de lo que imaginé, aunque, mientras cerré y abrí los ojos, cambiaste los tuyos y, entonces, me diste una razón para seguir viajando, no para regresar a casa... ¿Cuál casa?, si ya no sabía dónde se encontraba. Ahí estuviste tú, conmigo en la ladera de la paz.
Casi no te reconocí cuando, tiempo después, tenía ya mi familia; cuando llegaste para darme esa lección tan importante, pero tan costosa. No me verás admitir lo mucho que me dolió, pero tampoco lo mucho que me hizo madurar. Es quizá por eso que te recuerdo con tanto cariño en tu siguiente nombre, cuando estuviste ahí para consolarme y... bueno, en realidad sólo para consolarme para después irte y dejarme con la tranquilidad de saber que algún día regresarás…
Con otro nombre, espero.
Algunas veces creo reconocerte entre la gente. Escucho tu risa nueva y me pregunto si eres tú en realidad, si vamos a continuar jugando a que cambiarte el nombre. ¿Cuántas veces más?
A veces creo que es el miedo el que me pide que siga jugando; miedo a perderte de nuevo, o de que te aburras del juego y te vayas definitivamente,  pero después recuerdo que seguramente tú estás tan asustada como yo y sólo pretendes estar segura de lo que haces.
Como quiera que sean tu rostro y tu nombre, tu risa y tu mirar, si aún tienes pensado seguir jugando, sólo voy a pedirte que no olvides que es un juego y que al final del camino seguiré aquí. Tómate tu tiempo; después de todo, el camino continúa mientras las gotas de agua sigan dejando líneas en la ventanilla.

viernes, 22 de febrero de 2013

Bandera de tres colores...

El artículo del Metro... digo, del tema secreto del que hablaba hace un par de posts ya está listo. De hecho, será en dos entregas. Pero antes, les cuento:

Han habido películas que simplemente me han hecho llorar. Dancer in the dark (Lars von Trier, 2000), Nosotros, los pobres (Ismael Rodríguez, 1948), Up (Bob Peterson, 2009). Esta última, probablemente más que las demás. Y, por supuesto, esa película de Parchís donde se muere Supermán. El perro, no el extraterrestre.

Sin embargo, sólo ha habido un comercial que me ha sacado las lágrimas. Sin embargo, es una de esas cosas empañadas.

Era el 2003 o algo así. Para ese momento había viajado por casi todo el país. Había conocido montones de lugares y montones de personas. Me encontraba en un autobús entre Reynosa y Monterrey. En el autobús encendieron los monitores y, tras los comerciales obligados de la línea, un comercial más: éste video fue producido para promover a Xcaret. Eventualmente el tema sería grabado por Luis Miguel, lo que vino a rajarle la jeta al pobre tema.

En ese entonces, sin embargo, Youtube aún distaba mucho de ser lo que es hoy. Habrían de pasar años hasta que pude volver a encontrar el video original, con un subtitulaje que no le hace justicia. No me apena decir que se me saltaron las lágrimas en el autobús. Amo a este país. El domingo es 24 de Febrero y nos haría bien meditar un poco acerca de la fecha. Si no sabes por qué es importante el 24, por favor, retírate de este país. O al menos, lee el artículo del lunes en Letras con Pelotas.

Este es el video. Mi única petición es que olvidemos que existe la versión de Luis Miguel por cuatro minutos y veintidós segundos ¿va?


miércoles, 6 de febrero de 2013

Ding! (edición 2013)

Achievement Unlocked: No es lo duro; Es lo tupido (20g). Mantener firme la lucha, sin importar qué venga.

Debo comenzar por confesar que no es el mejor de mis cumpleaños; sin embargo, no es ni de broma tan malo como aquel terrible año.

Ha sido un año complejo, particularmente de finales de Octubre para acá. Aunque es mi blog y, por tanto, ese lugar donde puedo ser egoísta y pensar sólo en mí, esta vez debo reconocer que mis problemas no son únicos. Si la temporada pasada fue "Esa donde el número de personajes se duplicó y a ratos se triplicó", esta sería la de "a todos nos atropelló un tren, y no precisamente ligero".

No voy a explayar aquí toda esa serie de infortunios, no tiene mucho caso; ya estamos trabajando en resolverlos y, aunque cansado de muchas cosas, aun tengo fe en que las cosas mejoren. En lugar de eso, vayamos a los agradecimientos:

-Agradezco mucho cómo van creciendo mis sobrinos. Leonardo corrigiendo a su padre sobre la apropiada nomenclatura de una biblioteca, Gabriel bailando flamenco en un escenario, Luna Sofía emocionada mirando pasar los aviones.

-Agradezco estar en un trabajo donde no tienes tiempo de dormir en tus laureles, donde cada día es un reto, aunque a veces no le vea la salida, suele haber siempre una apropiada.

-Agradezco que todos los posers ya se fueron a jugar al multiplayer de Black Ops II y en los servers de Modern Warfare 3 sólo nos quedamos los fans.

-Agradezco por mis audífonos de chuponcito, que me libran de la hemorragia mental que es escuchar las conversaciones de chakas y mirreyes en el camión.

-Agradezco todas las lecciones aprendidas de la vida en el año. No todas buenas. Algunas francamente descorazonadoras. Pero todas ellas valiosas.

-Agradezco profundamente Letras Con Pelotas. Aparte de ser una fabulosa válvula de escape a mis neurosis personales, un justificante para toda la información basura que poseo y un gran proyecto, ha sido, ante todo, un proyecto muy divertido que, hasta ahora, ha valido muchísimo la pena, así sea sólo por la convivencia con el equipo.

Ahora, si tuviera que guardar la moraleja de éste año, sería sin duda este consejo de poster de papelería: Nunca des por hecho a la gente. Aquellos que te rodean, aquellos que están contigo, aquellos que de algún modo aportan algo a tu vida, tienen su propia vida, sus propias expectativas, sus propios sueños y por tanto, merecen al menos un "gracias", un "aprecio lo que haces por mí", un mero gesto que deje claro que, para ti, la otra persona es importante.

La buena voluntad, el cariño, aún la mas profunda amistad, suele agrietarse por este error. Si no eres bueno con la gente que es buena contigo, tarde o temprano causarás que esa gente de aleje de ti. Quisiera decir que la experiencia de éste año es que debo cuidar más a las personas que me rodean, la verdad es que es justo el caso contrario. Uno también debe aprender a alejarse de la gente que no aporta nada a nuestra vida, por doloroso que sea.

Es obvio que sólo los que te importan pueden lastimarte. Lo triste es que la mayoría de las veces, ni cuenta se dan. Cuando eso pasa, también se vale dar dos pasos atrás y continuar tu propio camino.

Peeeeero, pasando a temas más alegres, las sugerencias para regalos.

...

Pensándolo mejor, en este momento no deseo nada de la vida. Veamos cómo nos va en este año.




lunes, 4 de febrero de 2013

Preview

Estoy escribiendo el nuevo artículo. Probablemente termine siendo en dos entregas. No les digo de qué, pero aquí les pongo una pista. Elijan la que más les guste:

La rockera urbana.

La rockera happypunketa.

La rockera sateluca.

La mamá de todas esas (en realidad la tía pachanguera).

¿Ya adivinaron de qué es el artículo? Complejo, ¿no?

Nos leemos pronto.