miércoles, 15 de marzo de 2017

La Revista.

Aun siendo privado, secreto, casi vergonzoso, era un rito de madurez.

Yo me imagino que cuando comenzaron los primeros registros escritos en tablillas de arcilla, alguien debió quejarse diciendo que estábamos condenando nuestra memoria a la obsolescencia. “Si lo escribimos todo, ya nunca habrá necesidad de recordar nada y terminaremos por olvidar como usar nuestra memoria” seguramente este “alguien” no vivía de registrar cabras para el rey.

La misma queja se escuchó porque el teatro haría obsoletas las historias orales.

Y que el cine mataría al teatro.

Y que la música grabada mataría a la música en vivo.

Y que los formatos digitales matarían a los objetos físicos.

Y seguro en el futuro alguien se quejará de que el vivir simulaciones neuronales hará obsoleto tener nuestras propias experiencias. O algo así.

Lo que quiero decir es que llevamos siglos quejándonos de los adelantos modernos sin el menor atisbo de razón. Sin embargo, del mismo modo que ya no tenemos necesidad de cazar para alimentarnos, o que ya no estamos obligados a morir por una infección menor que ahora curamos con antibióticos, hay algunas cosas que se fueron para siempre, a menos, claro, que nos las arreglemos para traer el tan publicitado apocalipsis zombi o alguna otra catástrofe que nos reste quinientos años de civilización.

No estoy diciendo que sea malo: no tener que esperar una hora y fecha específica por un capítulo de mi serie favorita –como los salvajes- bien vale el precio de no tener ni idea de cómo obtener fuego de un pedernal y unas ramas secas –como los salvajes.

Sin embargo, admito que a veces siento una profunda nostalgia por cosas que la humanidad está perdiendo tan rápido como las nuevas tecnologías lo permiten.

Los jóvenes de hoy en día no tendrán que padecer lo que muchos pasamos en los ochentas y noventas. No tendrán que sentarse nerviosos junto al teléfono a marcarle a esa chica de ojos de estrellas y sonrisa de sol (a esa edad somos así de cursis, no lo nieguen) para colgar apresuradamente cuando el que contesta es su muy celoso padre.

Tampoco tendrán que esperar por horas a que toquen una canción ansiada en el radio para grabarla en un caset con diurex (si no conocen la relación entre estos dos objetos, pregunten a sus padres). Ahora la música está al alcance de nuestros teléfonos. Ni siquiera es necesario bajarla;  se escucha en streaming porque es algo que va a estar siempre ahí. El entretenimiento hoy en  día es inmediato, está disponible y es prácticamente gratis (si no saben cómo ver películas gratis, pregunten a sus hijos).

No extraño sentarme por horas a esperar grabar una canción con todo y locutor, tampoco pienso que era mejor llamarla por teléfono fijo en lugar de mejor pedirle fotos calientes por WhatsApp, pero, lo que sí creo que no debiera perderse bajo la avalancha de facilidades modernas, es algo de una naturaleza muy distinta y por razones no tan obvias:

Era 1991. Yo tenía apenas quince. Cursaba la vocacional y era un timorato. Al regresar a casa después de la escuela, pasaba por un puesto de periódicos  donde cada mes, sin falta, compraba la Club Nintendo. La señora (cuyo nombre jamás supe) ya me conocía y tenía la atención de reservarme alguna revista española de juegos que le caía de vez en vez. En una de esas veces, fue que la vi.

No recuerdo el nombre de la revista; no era importante. Lo que me hizo voltear a verla fue que en la portada había una chica de ojos negros, cabello corto, mejillas redondas y labios amplios. En otras palabras, una versión mucho menos pudorosa (y –espero- mayor de edad) de Ivette, una estudiante del taller de Construcción en el salón junto al mío y mi primer crush.

Un vestido vaporoso, rojo, apenas cubría el cuerpo de “Ivette” lo suficiente para permitirle exhibirse en un puesto de revistas dentro de una bolsa transparente en lugar de una bolsa negra, pero con suficiente piel para que no quedara duda del tipo de revista del que se trataba. El costo, con plumón sobre la bolsa, ponía a mi alcance los secretos que la verdadera Ivette jamás mostraría tan animadamente.

Pero, de todo ello, lo que más recuerdo era su sonrisa. No era una sonrisa linda, ni pura, aunque tampoco tenía yo suficiente experiencia para saber el significado. Para mí, tenía un significado sólo entre nosotros. Era complicidad. Una promesa de cielo a cambio de sólo unos pesos… y el valor de ofrecerlos a la señora del puesto.

Tan cerca y tan lejos.

Hice una nota mental de la revista. Quizá la vería en otro puesto. Uno menos… comprometido. Uno donde podría permitirme la vergüenza de comprarla porque yo no sería un cliente conocido. Quizá un lugar lejano donde jamás me volverían a ver.

Más allá de la pena de pedir “esa” revista en particular, el dolor social de verme juzgado por la señora del puesto o incluso el miedo de que algún familiar me viera en tan inicua transacción, tenía un miedo mayor, primigenio, elemental: mi madre iba a la lechería justo enfrente del puesto. En mi mente, la señora no sólo me juzgaría. Me entregaría a las autoridades correspondientes, es decir, le diría a mi madre el tan grave pecado de intención que su hijo había cometido (sólo intención, porque, por supuesto, no me vendería la revista).

Ya en casa leí con desgano mi Club Nintendo. Algo acerca de una sociedad con Sony para desarrollar una unidad de CD, creo. Mi atención seguía prendada de esta “nueva y mejorada Ivette”.  El modo en que cubría con una mano su pecho izquierdo -mientras que en el derecho el vestido ocultaba casualmente el epicentro de mis suspiros- me hablaba del Ying del recato y el Yang del descaro. Tenía que hacerlo, tenía que luchar por ella, aunque me aterraban las consecuencias potenciales.

Mi primera aproximación fue poner atención en otros puestos de revistas. Al principio cerca de mi casa (aunque no demasiado), después expandiendo el radio algunas colonias, e incluso en mis continuos viajes a República del Salvador en el centro. Tras un par de semanas sin resultados, acepté lo obvio: el precio bajo, escrito en plumón en una bolsa transparente indicaba una revista atrasada. No había modo de conseguirla si no era con la señora.

Por supuesto, habiendo pasado el punto de decisión, pude haberme conformado con cualquiera de los cientos de revistas similares comprada con completa discreción en cualquier puesto en el centro, pero, por supuesto también, yo no quería a cualquier rubia de pechos operados clonada de Pammela Anderson. Yo quería a Ivette.

Conseguir imágenes de mujeres desnudas actualmente es más fácil que difícil. Basta con quitarle el Safe Search a Google. Hagan una búsqueda de cualquier término por inocente que parezca y verán que en la primera pantalla habrá al menos mujeres semi desnudas; llegué a esa conclusión el día que buscaba wallpapers de engranes. Gracias a opciones como la navegación incógnita, el fácil acceso a internet inalámbrico y que la computadora portátil es mucho más popular que la de escritorio, esta búsqueda hipotética puede realizarse en la sala de nuestra casa hipotética, prácticamente frente a nuestros padres hipotéticos. Si es el caso, tengan la precaución de evitar las superficies reflejantes a sus espaldas… caso no tan hipotético.

Ivette siguió tentándome por casi un mes, cada día, después de clases, pasaba sólo para cerciorarme que no había caído en las manos menos comprometidas. Esa sensación de desear a alguien, saberla al alcance de un valor que no llega y en peligro latente de ser raptada por manos que no la merecen, debe ser la materia prima de al menos una canción de José Alfredo Jiménez amén de la razón de mi mal humor reciente.

Pensando justo en lo cansado de tener que esperar por Ivette, caí en cuenta de que la respuesta estuvo siempre frente a mí: el puesto de revistas abría todos los días, pero era imposible que la señora trabajara todos los días. Forzosamente algún día tenía que descansar y –posiblemente- alguien con mejor inclinación a mi causa habría de cuidar el puesto; si ya había confirmado que la señora estaba siempre de lunes a viernes, debía descansar el fin de semana. Inventando cualquier pretexto, tomé mi mochila, mi bicicleta y salí tan rápido como pude. Siendo domingo, las posibilidades de estar con Ivette ese mismo día pasaron de 0% a 50%. Esto, claro, siempre que no me atropellaran camino al puesto de revistas como pasaría en cualquier historia moralígena de las que abundaban en la época.

Mi oportunidad había llegado. En lugar de la señora había un “chavo” de unos veinte o algo así. Palpé mi bolsa, llevaba el dinero. Decidí que el modo menos conspicuo (palabra aprendida en La Pantera Rosa) sería comprar una revista inocente además de la de Ivette, pasar ambas revistas (la de Ivette abajo), adoptar aire de hombre de mundo y decir con completa tranquilidad “cóbrese” mientras miraba con apariencia desinteresada en cualquier otra dirección.

Decidí también que estaba a salvo. No había modo de que el chavo me entregara a la Inquisición Materna. Debía entender, era como yo, sólo unos años mayor. Seguramente comprendía mi causa y –admito ahora- necesidad emocional. Cuando detuve mi bicicleta supe que no había vuelta atrás. El momento ansiado estaba sólo detrás de una transacción comercial de dinero por sueños. Miré a Ivette. Sus ojos entrecerrados me animaron desde el cristal. Me sentí Carlos a punto de tocar la puerta de su ansiada Mariana. Repasé mi plan una vez más, un momento de valor final y podría llevarla a mi casa.

Sentí mi corazón acelerando, tuve plena consciencia la torpeza de mi pié al atorarse en la bicicleta. Adiós al hombre de mundo. No importaba, aún era una misión posible.

¿Me da esa?” dije señalándola. ¡¿Quién me dijo que dijera eso?! Mi plan acababa de irse a la basura. No importaba; aún podía salir airoso de la prueba que mi Dulcinea exigía.

¿Cuál? ¿Esta?” dijo el chavo, señalando una rubia plástica. “no, la de al lado” dije con un hilo de voz. “¿Esta?” dijo señalando ahora a una morena de ojo verde y vestido negro brillante (látex, sabría yo después). “no, la del vestido rojo” dije con el último reducto de saliva mientras mi corazón bailaba zamba de carnaval. El chavo, quien en mi imaginación tenía un bigote de villano de cine mudo, retorcíalo mientras se reía de mi predicamento.

En realidad, desinteresada y anticlimáticamente me tendía la revista mientras me mencionaba el magro precio. Le pagué, me dio mi cambio (si, tuve el valor de esperar a que me diera mi cambio, pues ahora era yo todo un hombre), monté la bicicleta y emprendí el camino a casa con una enorme sonrisa y una satisfacción que por primera vez sentía. Era la primera vez que actuaba mal sabiendo que mis padres no aprobarían. Era la primera vez que hice algo realmente a escondidas, era mi primera aproximación a un mundo nuevo y misterioso (porque en las películas de la televisión cortaban toda imagen inapropiada, no como ahora con sus Game of Thrones y sus Sense Eights).

Al mirar esos recuerdos me veo inocente, tal cuál era. Recuerdo claramente el tambor de mi pecho que se reflejaba en mis sienes, el miedo y el sudor de mis manos, el modo en que la voz me abandonó y mi bloqueo cuando mi plan se cayó en una coladera. Pero también recuerdo la euforia de haberme salido con la mía tras un mes de esperar mientras conducía la bicicleta de vuelta a casa con Ivette en mi mochila. Esa sensación me acompañaría en mis mejores logros a lo largo de mi vida. Una euforia que de pronto te hace sonreír y, desde lo profundo de ti, quieres cantar.

Si lo reducimos al hecho concreto, era un joven comprando una revista para adultos, pero, si lo miramos a través del joven timorato y espantado que era, en realidad fue el momento en que dejé de ser un niño y comencé a convertirme en hombre. Esa es una de las cosas por las que los jóvenes de hoy en día no tendrán que pasar.
  

Estoy seguro de ellos que tendrán sus propias pruebas que tendrán el significado equivalente. Su juventud será tan rica como la nuestra, aunque tan diferente que llegaremos dudar que tenga sentido, justo del modo que les pasó a nuestros padres, o a los suyos, o al primer  protohumano que se bajó del árbol. Pero, en mi mente, ese momento aterrador, la recompensa y la sensación de triunfo, el abrir esa nueva puerta a un ático lleno de maravillas, es algo no sólo sin precio, sino también un punto de referencia en mi vida.

Por supuesto, llegué a casa con Ivette. Obviamente busqué el primer rato a solas en el cuartucho de lámina donde solíamos estudiar mi hermano y yo para, con calma y casi ritualmente, “conocer” a mi propia Ivette.


Siéntanse en libertad de leer este texto mientras escuchan Niño Déjese ahí de El Personal. Y, si no saben quién es El Personal o no han escuchado esa canción, ustedes que pueden, gocen de la modernidad y búsquenlo en Youtube.

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