miércoles, 17 de noviembre de 2010

Next!

Desde algunos años atrás, mi madre era internada cada invierno. Llegué a un punto en el que odiaba el fin de año por los riesgos que significaban.

Ese año, sin embargo, fue distinto. Mi madre no fue internada y ese fue mi brindis en la cena de navidad. Le regalé una televisión nueva, porque la televisión de la casa ya sufría de todos los achaques de las viejas CRTs. Admito que fue plan con maña; ese año me regalé a mí mismo un PlayStation 2.

... que por supuesto, usaría en la televisión nueva.

...junto con el Burnout 3: Takedown.

Unas semanas después, ya en Enero, cuando llegaba yo a Xalapa, recibí una llamada de la hermana de mi cuñada (nuestra vecina); mi madre había fallecido.

En retrospectiva recuerdo muy poco de esos días. Apenas recuerdos que brincan y sigo suprimiendo. Pero recuerdo vivamente el viaje de vuelta a casa. Ese lo recuerdo en cada minuto, en cada kilómetro. Perote, que siempre me pareció un lugar bello, era ahora un obstáculo, lo mismo que Puebla, incluso Chalco. Quería volar, quería ir más aprisa, como si el llegar antes me diera algunos minutos para despedirme de ella. Pero ya era tarde. Lo que había que decir lo dije esa mañana cuando ella aún dormía y yo me despedí quedamente para ir a la central de autobuses.

Me tomé casi dos semanas de licencia en el trabajo para acomodar los asuntos pendientes de la casa. Para ese momento, mi hermano ya estaba casado y viviendo en Tecámac. Mi padre, por su parte, tampoco quería regresar a una casa vacía donde todo nos recordaba a mi madre. No lo culpo. De haber podido yo también me hubiera ido a algún otro lado.

Fueron dos semanas donde mis primos y los vecinos me visitaron regularmente. Me llevaban comida como si no pudiera yo cocinar, o al menos pedir una pizza. Mucha de esa comida, como imaginarán, terminó en la basura porque simplemente no había un hambre que la reclamara.

Lo peor no fue la soledad, sino el silencio. Los departamentos donde vivía en ese entonces solían ser silenciosos. Pero en mi mente escuchaba a mi madre, escuchaba su voz en trozos de conversaciones. Palabras sueltas. Todo en mi memoria. No me hablaba, solo recordaba sus palabras vivamente.

El luto, se supone, es para que uno se acostumbre a la ausencia. Eso lo comprendí apenas desperté al día siguiente de que concluyeron los servicios. El vestirse de negro, el no hacer ruido, el no escuchar música para demostrar tristeza... bueno, en ese momento me pareció la peor de las hipocresías. Necesitaba música, la necesitaba porque no quería pensar. Necesitaba encontrar en qué distraerme y en qué ocuparme para no dejarme caer.

Twenty-twenty-twentyfour hours to go, I wanna be sedated.
Nothing to do, nowhere to go-o-oh, I wanna be sedated.

Si, justo mi sentir.

Quería dormir, quería olvidarme, quería no pensar. Quería golpear la pared hasta hacerle un agujero.

Esa canción de los Ramones es parte del soundtrack de Burnout 3: Takedown (Criterion Games, 2004). Hasta la fecha es considerado uno de los mejores juegos de carreras arcade. No cambio de velocidades, no personalización de los autos. Pura, llana, cruda violencia y velocidad automovilística. Eso era justo lo que necesitaba.

Tomé la televisión de la sala y la moví a mi escritorio. Conecté el PS2 y un estéreo. Las bocinas casi en mis oídos. Nunca antes me metí tan intensamente en un juego. Ahora, mirando atrás, me doy cuenta de que no me metí en el juego, huí de mi vida. Cuando concluyó el juego poco mas de veinticuatro horas después, cuando regresé a la realidad, estaba agotado, hambriento, aún enojado, pero la catarsis se había logrado. Mi madre se había ido. Ahora lo aceptaba.

Por supuesto la sigo extrañando. Por supuesto, aun huelo alcatraces y quiero correr. Por supuesto que no he encontrado como llenar el hueco que dejó. Pero aprendí que esa ausencia es sólo de percepción. La verdad es que quienes nos dejan no lo hacen en realidad. Solo creemos que lo hicieron.

Muchos posts atrás comenté que por los videojuegos casi me botan de la escuela. Esta vez, por los videojuegos, pude salir adelante de una crisis de ese tamaño. Aún así, cuando mi hermano me encontró jugando, por la misma inercia social, quise disculparme, quise decirle que la música y los juegos eran lo que me estaban ayudando. El no dijo nada, solo me abrazó y tomó el otro control.

Yo no lo supe en ese momento, pero él tuvo problemas de alcohol por la misma razón. Cada uno pelea como puede, supongo. También es cierto que quizá un psicólogo opinaría que mi solución no fue la más sana, pero al diablo con las opiniones: Yo necesitaba estar bien. Las convenciones sociales no me iban a ayudar en nada.

Nunca fui muy fiestero, y sin embargo, mis años en la universidad y los primeros fuera de la escuela tuvieron bastante convivencia humana. Fue en el 2001 que cambié de giro, me puse a viajar, y dejé de socializar como antes. Se quedarían conmigo solo unos cuantos amigos. Fue una época en que viajé mucho y tuve la oportunidad de conocer mi país.

Todos, cuando viajamos, al momento de regresar, comenzamos a sentirnos en casa desde algún punto en particular. A veces al doblar la calle de la casa. A veces la salida de periférico hacia la casa de uno. A veces la caseta a la entrada de la ciudad. En mi caso particular, al regresar del Bajío, solía sentirme en casa desde Querétaro, o si regresaba del sureste, desde Puebla. Estaba desenraizado.

Así, una vez faltando mi madre, mi familia se desbandó, y no me preocupó gran cosa, después de todo, tenía ya mucho tiempo viviendo sólo conmigo. Esa fue la gran aportación de mi exilio en Yucatán. Yo aún no lo sabía, pero me preparó para esos momentos tan difíciles.

Fue una época muy compleja en mi vida: Ya no tenía una razón para regresar a casa de un viaje. Obviamente no tenía ánimos de divertirme con los amigos, de irme a pasear, o incluso de salir de la casa a que me diera el aire.

Jugaba partidas largas de Starcraft, o GPs en Burnout, o, cuando aplicó, largas sesiones de Halo. Y no, nunca me sentí como desperdiciando mi tiempo. En realidad era lo único que me brindaba algún sentimiento de pertenencia. No tenía mucha gente con quién compartirlo, y tampoco tenía qué compartir. Salvo por la convivencia con muy contadas personas (Saludos cuando lean esto, ustedes saben quiénes son), mi estancia en la ciudad era irrelevante. Solo una pausa antes del siguiente viaje.

Y sin saberlo, gradual y sutilmente, todo cambió hacia nuevas rutas.

Un día terminé de convertir en propuesta una idea que había nacido desde tiempo atrás. Creo que nació en Yucatán, y tuvo una identidad en Xalapa, pero en realidad fui a concluirla a Arandas (en ese mismo viaje El Oso se sumaría a mi partida) y terminó de nacer en Cd Jiménez, Chih. Fue por esos días también que comencé a tratar a Eva. Era el 2005.

Ese fue el momento en que dejaría de viajar. Dejaría de instalar y capacitar al cliente en sus equipos, comenzaría a diseñar esos equipos. Al dejar de viajar, tuve que acondicionarme a la vida en la ciudad, y siendo que la casa en San Cristóbal estaba muy lejos de mi trabajo en ese momento, decidí mudarme de San Cristóbal.

Cinco años y todas las historias de Clavería después, me encuentro nuevamente solo y alejado, pero a diferencia de esos días, esta vez hay una ruta, hay un objetivo, y mucha gente con quién compartir lo que venga. No es que no las hubiera hace cinco años, es mas bien que en estos cinco años, esas personas se han afianzado en mi vida sin importar que tan lejos estén, sea en esta ciudad, norte o sur, sea en Guadalajara o Monterrey.

En todos esos años hubo muchos videojuegos, mucho trabajo de equipo, mucho aprendizaje del que cuesta y duele, pero las carcajadas obtenidas pagan todo problema. Terminó esa etapa, y el luto, igual que con mi madre, estuvo lleno de música y juegos, de intensidades y de nuevas ideas. Es hora de pasar a la siguiente etapa. A mi familia, la de sangre y la que no, muchas gracias. Aquí andaremos, escribiéndole.

Aun hay muchos juegos por jugar.

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