lunes, 17 de mayo de 2010

De Peleas Callejeras.

Tengo una ampolla en mi pulgar izquierdo.


No es la gran cosa, apenas se nota, apenas se siente…


Hace muchos ayeres, allá por el ’88 o algo así, conocí el primer Street Fighter. Una compañía llamada Capcom tuvo a bien sacar al mercado un juego cuyo control haría historia. Un japonés pelirrojo (sí; en esa primera versión Ryu era pelirrojo) se dedicaba a pelear contra combatientes de todo el mundo.


El primer juego de peleas que llegué a jugar, Karate Champ (allá por el ‘85), ocurría dentro de un torneo (con jueces y toda la cosa). Aunque era sumamente simple, en ese momento era EL juego de peleas. Sus controles podrían parecer extraños para los estándares de hoy, pues usar dos palancas y ningún botón nomas ya no se usa.


Yo creo que esa fue una época muy curiosa con los juegos. Muchos fabricantes diseñaban sus controles personalizados para el juego. Hoy en día lo común es una palanca y algunos botones. En esa época llegué a jugar con un enorme trackball, llegué a sentarme en lo que parecería un helicóptero de monedas de afuera de una farmacia, llegué a usar un periscopio de submarino, por mencionar algunos. Supongo que la fuerza evolutiva de los juegos aún tenía que estirar las piernas y conocer sus límites.


Por ello mismo, ya en el ’88, Street Fighter dejó a todo el mundo con el ojo cuadrado; un esquema de control de una palanca y seis botones se antojaba alienígena. Hoy estamos acostumbrados a una cantidad enorme de entradas; no solo botones, sino botones analógicos o palancas de alta sensibilidad, o incluso, (Nintendo jugando a ser Nintendo) la reducción drástica de botones, mas el ingreso gestual de comandos (léase: el wiimote; y aún falta ver que viene con Natal y PS Move).



En serio: pan comido


Lo vi poco, porque mi estatura en ese momento no me permitía mirar por encima del hombro de la multitud que se había reunido para probarlo. Fue hasta un par de semanas después que por fin me aparecí en las maquinitas donde sabía que estaba (sí, en serio, así le llamábamos al local) cuando apenas abrían, para evitar al resto de la gente. Inserté mi ficha, probé los botones, creí comprender el contexto, y duré apenas los segundos necesarios para que el enemigo (un japonés llamado Retsu) me mandara al piso dos veces. Y sin embargo, fue suficiente para darme cuenta de que un juego que era mucho más detallado, que permitía poderes especiales, y que, más importante aún, permitía que otro jugador entrara a retar en cualquier momento, tenía un potencial enorme. Podrían incluso hacerse torneos en un sentido más estricto que el de dos tipos jugando cada quien en su gabinete por puntos (la verdad, eso era aburrido, pero era lo que había).


Sin embargo, en parte porque la cantidad de botones asustaba a la gente, en parte porque los procesadores de ese entonces no podían con el juego y tenía unos cambios de velocidad frustrantes y en parte porque el juego, una vez dominados los poderes era tremendamente corto (aún entre jugadores humanos con experiencia), el primer SF no tuvo un gran éxito. Y así, por muchos años, el primer SF se convirtió tan solo en “el juego de los seis botones”.


Unos 3 años después, ya fuera de la secundaria, pero aún no bien acondicionado a la vocacional, regresaba a casa de ir a no sé dónde. Al pasar por un local de juegos, volví a escuchar el audio de la bola de Ryu, pero con una resolución y detalle que me hizo voltear a un gabinete repleto de gente “hay que ser aferrado” pensé “para abarrotar un juego ya tan viejo” pero la curiosidad pudo mas, y mientras caminaba a ver por qué había tanta gente, comencé a escuchar audios que no podía relacionar con el juego que conocí, y culpa de ello era que el juego anterior, en realidad nunca pude entender nada (el “abuquen”, mas correctamente Hadoken era originalmente conocido como “la bola” porque el chip de audio del primer SF no tenía suficiente resolución como para que alguien entendiera lo que los peleadores decían).


Cuando por fin pude ver de qué se trataba el asunto, me quedé sorprendido por las perfectas animaciones del juego. Un soldado con un extraño peinado plano peleaba contra un Ryu de cabello café. Y en el fondo, un F16 con varios militares aplaudiendo y animando a los combatientes. Todo ello, haciendo gala de un efecto paralax tan bien empleado que permitía engañar al cerebro con un efecto de profundidad usando fondos planos.


Yo aún no lo sabía, pero ese juego, el Street fighter II cambiaría el panorama de los juegos para siempre. Y también mucho de la relación con mi hermano.


Él y yo siempre fuimos diferentes. Es cuatro años menor y sus gustos desde siempre han sido diferentes (cuando no opuestos) a los míos. Mientras él jugaba en la calle con sus amigos, yo estaba en casa leyendo libros. Él gastaba sus domingos en dulces o pelotas, yo en más libros.
Incuso, a pesar de que durante los años dorados del NES solíamos jugar juntos casi cualquier cosa que nos cayera a las manos (en serio: en algún momento llegamos a jugar Total Recall), para los tiempos del SF II habíamos comenzado a separarnos en todo lo que no fueran juegos.



Mucho ayudó que él iba a la secundaria en turno vespertino y yo a la vocacional matutino. Por eso mismo, mi hermano comenzó a jugar SF II por su cuenta cerca de su escuela, mientras que yo hacía lo propio cerca de la mía. Para cuando por fin instalaron el SF II en la papelería afuera de nuestra casa, ambos teníamos ya un nivel decente. El único problema aquí era que a ambos nos gustaba ese juego… y no era cooperativo.


Cuando lo veía llegar a la papelería y poner su ficha en cola para retar, yo sabía que uno de los dos saldría molesto del lugar. Por supuesto, la sola idea de compartir un juego o llevarnos amigablemente estaba fuera de nuestra imaginación e intención. Por eso mismo conforme fuimos subiendo de nivel, comenzamos a buscar el modo más molesto de vencer al otro. Juegas con Blanka? Ah, pues escojo a Guile. Ah sí? Pues, entonces escojo a Chun-Li. Ah sí? Pues escojo a Ken. Ah sí?... ad nauseam.


Pero como en muchas otras grandes historias, como en Flash Gordon, como en Dune, como en Starcraft, facciones aparentemente enemigas han tenido que juntarse para hacer frente a un enemigo común, mi hermano y yo tuvimos que hacer lo propio.


Nuestro Némesis? El Güero.


El Güero (nunca supe su nombre) era un chavito de, cuando mucho, once o doce años. De voz chillona, una innata habilidad para burlarse y ser molesto al grado de avergonzar a los más molestos, fastidiosos y ruidosos niños en Xbox Live. Lo que es peor, es que era muy bueno jugando al grado de ser considerado el vago del lugar (jerga en videojuegos que indica un alto nivel de destreza en un juego dado). Y para coronar, sus dos amigos, igual de buenos para la burla, aunque aquí sí, no valían un peso en el juego.


Y pues fue que en algunas vacaciones, no estoy seguro de cuáles, mi familia se fue una semana a casa de una tía en puebla. Lo bueno? A dos calles había una maquinita de SF II, lo mejor? El nivel promedio de los que jugaban ahí era muy bajo, así que mi hermano y yo acaparamos. Lo aún mejor? En realidad no había nada que hacer en casa de mi tía, así que mi madre, para no vernos aburridos y quejándonos todo el día decidió darnos libertad completa para jugar tanto como nuestro presupuesto permitía.


El único problema fue que era una de estas máquinas de mueble viejo. Busqué imágenes en internet pero no encontré, probablemente porque Derechos Humanos debió haber mandado quemar todas las palancas de ese tipo, pero, en la época en que se hacían maquinitas con ataris, existía un modelo de palanca sádica. En primera el resorte era muy duro y había que aplicar mucha fuerza (comparativamente hablando), en segunda, la palanca era corta, así que si usabas la palma, un rato después tenías calambres en los músculos del dedo meñique, y tercera, la palanca corta y pesada, terminaba en punta. En qué caraxos pensaba el que la diseñó?


Pero no importaba, teníamos un campo de entrenamiento prácticamente para nosotros solos y mucho tiempo libre. Usábamos trapos para poder jugar sin lastimarnos, cosa que funcionó solo hasta el miércoles. Ese día en la noche me di cuenta de que ya se me habían abierto las llagas. Y mi hermano no estaba mejor.


Aún así, seguimos adelante. Esa semana fue, ahora que la miro para atrás, una semana en que mi hermano y yo volvimos a acercarnos. Fue la primera vez en mucho tiempo en que le dije como hacer las cosas y el no me respondió con una rodada de ojos. Eso era un adelanto; para el domingo que empacamos, teníamos la mano izquierda vendada, nos sentíamos preparados y nos sentíamos un equipo.


Finalmente llegó el siguiente fin de semana. Ese día, como casi todos los sábados, fuimos a un puesto de huaraches con bistec, almorzamos viendo alguna película en la VHS, y, tan pronto pudimos, fuimos a la papelería y nos instalamos. Un rato después, cuando llegó El Güero y puso sus fichas, no tuvimos que esperar mucho. Varios de los que esperaban retiraron sus fichas de la cola. Qué caso tenía?


El Güero metió su ficha abriendo con las burlas correspondientes y fui yo a quien le tocó la primera pelea. No pude vencerlo. Era un poco más difícil porque, teniendo yo elegido a Blanka, tenía la ventaja de su lado seleccionando a Guile. Le costó trabajo, eso sí, y me gusta pensar que el que le costara mucho más trabajo del habitual, aún en esa desventaja, lo hizo dudar lo suficiente para que mi hermano lo terminara en dos rounds. Ni siquiera en el tercero. Las burlas cesaron para dar paso a los berrinches del mal perdedor. Pero claro, eso no se iba a quedar así. El Güero sacó otra ficha y la insertó entre acusaciones de trampa y todo el paquete. Mi hermano, en un gesto muy raro en él, dio dos pasos atrás, y le dijo en el mismo tono en el que le explicas las cosas a un niño de kínder “no Güero, no te hagas ilusiones, le ganaste porque llevabas ventaja, pero sabes qué? Ahorita te va a ganar de vuelta para que no te quede duda”. Me dio una palmada en el hombro y me dejó a cargo. Nuevamente, solo se necesitaron dos rounds. Más allá de la habilidad, El Güero estaba furioso y toda la confianza que traía consigo se convirtió en un lastre. Sun Tzu tiene razón en este tipo de cosas. Una ficha más, y una vez más mi hermano se hizo a un lado. Una vez mas sólo dos rounds.


Unas pocas fichas más, que mi hermano volvió a declinar, finalmente convencieron al Güero de que su reinado había pasado. Tras una última ronda de rabietas, El Güero se fue. Sonriendo, voltee a ver a mi hermano. “Qué fue? Te aburriste? Te dio miedo?” le pregunté. Él, mostrándome una servilleta enrojecida en su mano izquierda, me dijo “No, pero se me volvió a abrir la llaga”.


Casi diez años después, ambos ya en el mundo laboral, volvimos a acercarnos jugando Street Fighter Alpha 3 para el PS1. Cuando ya nuestros padres dormían y él llegaba de ver a la que ahora es su esposa, nos sentábamos a jugar a dos de tres combates. La mayoría en realidad tres de cinco, y en más de una ocasión, once de veintiuno.


Ahora, a casi 20 años, tengo la intención de retarlo en Street Fighter IV la próxima vez que se pare por aquí. Aunque admito que le llevo ventaja; esa es justo la razón por la que tengo una ampolla en el pulgar.

1 comentario:

  1. Creo que todos los que fuimos niños en esa epoca tenemos gratas y nogratas historias al rededor del SFII!! realmente me hiciste viajar al pasado!!

    Y si... Ken rules (aunque se enoje el vampiro)

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